LA MUJER NEGRA MEMORIAS DE UNA DESOLACIÓN

Arturo Rodríguez Bobb

Tal vez a la memoria no le quepa ya tanta infamia. Lo que la humanidad a hecho consigo misma es digno de las peores pesadillas. Tal es el legado con el que miramos a la mujer negra.
Introducción

¿Cómo se reconoce una época postesclavista? ¿Cómo se manifiestan las constituciones psicopolíticas de la sociedad colombiana no negra con la comunidad negra —particularmente con la mujer negra y mulata— después de 400 años de esclavitud (en el período colonial) y 100 años de exclusiones —racial y social— (en el siglo XX, en la época de la modernidad, postmodernidad, de los neocolonialismos modernizantes, postcolonial y de la re-globalización)? La historia de la mujer negra ofrece la lección intuitiva de cómo se preparan las desolaciones en las tensiones anímicas en la memoria de una nación. En dos casos, y pensando de una manera pesimista en tres (esclavitud, emancipación y postemancipación), podría estudiarse lo que significa vivir aguardando la hora más feliz de la comunidad afrocolombiana en nuestro siglo XXI, entonces uno quedaría perplejo ante la respuesta. Los signos y los documentos hablan por sí mismos y, consiguientemente, uno se queda atónito ante el fenómeno de la esclavitud —ese comercio transatlántico de seres humanos de piel negra—. Lo que vivieron aquellos ciudadanos colombianos de origen africano en ese sistema inhumano[2]. Lo señalan los historiadores vergonzosamente como psicosis de tiranía, de guerra. Observado más de cerca el fenómeno en nuestros días, se perciben en la comunidad negra actual las indescriptibles conmociones afectivas que hicieron presa en las masas negra y mulata de ayer: el miedo. El síntoma principal de hoy es psicopolítico, es decir, es un pensamiento bochornoso —de parte de un sector de la cultura dominante que se denomina de raíces europeas contra la comunidad negra— de atmósfera social que se carga hasta lo insoportable con tensiones y ambivalencias esquizoides. En semejante clima prospera una enorme disponibilidad a la catástrofe racista; yo lo denomino, aludiendo a Wole Soyinka[3], el complejo catastrófilo: éste documenta una enorme perturbación colectiva de la vitalidad a través de la cual las energías de la población no negra de arriba y de abajo se desplazan hacia la simpatía con lo catastrófico, lo estúpido, lo inferior y lo infantil para conectar con la comunidad negra.

Pues bien, a partir de esta guerra, el clima difusamente esquizoide no ha dejado nunca el espacio para las buenas relaciones con la mujer negra. Quien desde entonces hablaba de armonía racial, de convivencia de las etnias en Colombia, no tenía ante sus ojos innegablemente aquella constitución espiritual del choque de postemancipación (de la esclavitud). Constitución que siempre vuelve a darse, irrevocablemente: la duda y las actitudes de distanciamiento con respecto a la comunidad negra han calado en la sociopsicología de la masa no negra en forma hereditaria. Todo lo positivo en la mujer negra o mulata será a partir de aquí un a pesar de, minado por un negativismo práctico o latente. Obviamente, desde este espacio reinan los modi quebrados de la conciencia racista colombiana con respecto a las mujeres negra y mulata, a los hombres negro y mulato: ironía, sarcasmo, indiferencia y paternalismo como elección consciente de la inconsciencia.

Hoy día, la “pérdida de la memoria” con respecto a la historia de la mujer negra se ha relegado por todas partes bajo la oficial seriedad de la política pacifista del gobierno colombiano de turno. Los mecanismos cuya franqueza relativamente optimista había caracterizado el estilo constitucionalista de la Ley 70 para la comunidad negra, se hundieron en lo subliminal y atmosférico bajo máscaras de olvido, de buena voluntad y de esforzado ánimo. Los deseos ingenuos de reconocimiento del Otro «racial y culturalmente a Mi» han desaparecido en la superficie de la conciencia de los de arriba de piel “blanca”. La progresiva socialización de mantener el poder heredado por parte de los que poseen ascendencia occidental reprime los gestos sinceros. Lo que se llama democracia racial o relaciones interculturales, psicológica y sociológicamente significa un aumento de los controles con respecto a las etnias no europeas, cosa por otra parte innecesaria en un Estado de población étnica diversa. El complejo catastrófilo sobre la mujer negra y mulata continúa y si no nos engañamos, esta masa sufre un proceso de desolación interminable. Quizá el mérito de las memorias de la desolación, hablando de una manera frívola, sea el haber puesto de manifiesto y objetivado las corrientes catastrófilas en cuanto a la mujer negra.

Esta cuestión toca el sentimiento vital de la Nación colombiana. Debido a esto la mujer negra en Colombia atraviesa una crisis en su más íntima vitalidad que no tiene parangón histórico. Lo que aquí proponemos (dentro del marco de la sociología cultural) , bajo un título que alude a un sector importante de la población colombiana, es una reflexión sobre la historia de la mujer negra. Precisamente la que en el siglo XV (en España) y más tarde en el siglo XVI (en Colombia) se convirtió en el sepulturero de su verdadera historia biográfica. Ella traduce el contenido y es, al mismo tiempo, la primera declaratoria con la que empieza su agonía hasta hoy día (siglo XXI). Distingamos como se da esta historia de la desolación de la mujer negra. Remitámonos a los hechos. Es esto lo que propone este trabajo.

Desciframiento de las asimetrías, reactivación de la memoria perdida

El antiguo racionalismo sería, al menos en su origen griego, excluyente y racista por principio. En su racionalización con respecto al Otro «el extranjero, la mujer negra y el hombre negro» hay un elemento digno de descubrirse. Injustamente, este elemento, concreto y real, que también era un hecho implícito en algunos filosófos griegos significativos, se considera y, intencionalmente, se pasa por alto, frente a los grandes sistemas de la filosofía griega, como un mero juego del sistema filosófico aristótelico-platónico, como episodios subjetivos o de formación de carácter a mitad de camino entre la madurez psicológica y el egocentrismo. En el racionalismo griego o más exactamente en el sistema filosófico aristótelico-platónico se encuentra uno, un retrato del Otro, una forma del argumentar sobre y contra él, con la que el carácter sano y serio hasta el día de hoy (siglo XXI) no ha sabido qué hacer. ¿No es grosero, tosco y sin pulimento hablar de humanismo mientras Aristóteles y Platón excluyen y menosprecian al Otro: al extranjero por no saber hablar griego y al ser humano de piel negra, por ser racialmente diferente y encima de eso, razonan y examinan el alma divina? ¿Cómo cabe calificar este hecho cuando investigadores y pensadores como el senegalés Cheikh Anta Diop ha comprobado que tanto Aristóteles así como Platón pasaron años en el País Negro —en Egipto— estudiando y aprendiendo de los sacerdotes egipcios negros? ¿O será que el desprecio al Otro «a las personas de piel negra» es incluso uno de los principios filosóficos que Dios hizo salir a ambos filosófos de su meditación cosmogónica durante sus permanencias dentro de las Pirámides? ¿Y qué tendría que decirse cuando éstos grandes y —ya quedados eternos— filosófos responden a la exquisita y humanística enseñanza de los sabios sacerdotes negros con un racismo público en Grecia contra la humanidad de las personas de piel negra?

Según la doctrina de Aristóteles, y partiendo de la mentalidad de la época, pudo ésta contribuir a que se considerase al negro como tipo de pueblo esclavo por naturaleza. Toda esta práctica fue desde muy pronto observada, racionalizada y expresada en modo reflejo y filosófico. Ya el mismo Platón, en su República (1968), consideraba cuán conveniente era inventar un mito de una “raza superior” para gobernar más fácilmente la sociedad.

Así pues, el mito de la raza, va unido a la creencia de que a las diferencias biológicas de los diversos pueblos pueden atribuirse las diferencias morales, sociales e intelectuales, que por eso serían hereditarias genéticamente, al igual que las somáticas.

Contrastando con los dones humanitarios, los griegos[4] prefirieron esclavizar a los no griegos, a los bárbaros como los llamaron, pero fueron incapaces de esclavizar a otros griegos. Aunque Platón no hizo objeciones importantes a la esclavitud, estaba a favor de esclavizar a los no griegos. Aristóteles consideraba a los esclavos como posesiones con alma, como una propiedad desprovista de derechos políticos, y describió la institución como una ayuda necesaria para el grupo privilegiado de los ciudadanos. Para Aristóteles, la esclavitud había surgido de la familia primitiva y formaba parte del derecho natural. Debido a la persistente influencia de sus ideas, las opiniones de este gran filósofo pesarían sobre todos los análisis posteriores de la esclavitud.

En uno de los trabajos secundarios, Aristóteles intenta deducir los rasgos morales de los pueblos basándose en su físico. En una demostración de discutible rigor metódico, el filosófo nos dice: “Los que son demasiados negros son cobardes, y eso se aplica a los egipcios y a los etíopes. Pero los que son excesivamente blancos son igualmente cobardes, ejemplo las mujeres; pero la complexión que corresponde al coraje se sitúa entre los dos” (Aristóteles citado por Diop, 1957: 108). La conclusión filosófica que Aristóteles perseguía es el célebre justo medio, el alejamiento de los extremos como expresión de equilibrio y perfección. Esto es sumamente interesante. ¿De qué modo? En el sentido en que Aristóteles coloca tanto a egipcios como etíopes al mismo nivel pigmentario, es decir, demasiado negros. El que las mujeres griegas sean excesivamente blancas tiene un interés circunstancial, porque no todos los pueblos nórdicos tenían la misma afición que los griegos por encerrarlas en gineceos, donde difícilmente podían broncearse al sol. En definitiva, según Aristóteles, los negros o meridionales eran malos guerreros, y los hombres griegos poseían otras capacidades bélico-morales; en cuanto a las mujeres de los griegos, eran menospreciadas, tal y como corresponde a una sociedad patriarcal. Es recomendable una reflexión sobre este fragmento de Physiognomica, obra aristotélica menor, pero muy clarificadora de como veían los racionalistas griegos, física y moralmente, a los “decadentes” vecinos del sur.

Mucho tiempo después, en la Colonia de las Américas, de Las Casas sugiere reemplazar a los indios por esclavos negros en los campos, minas y talleres, esto dio prestigio a los inicios del comercio de esclavos organizado, y su reputación, como es normal, se ha resentido de ello.

Sin embargo, la actitud de Las Casas en relación con los pueblos africanos ha despertado serias polémicas. Dubinovsky (1986) dice: ”Partiendo de la mentalidad de la época pudieron (...) contribuir a que se considerase al negro como tipo de pueblo esclavo por naturaleza, según la doctrina de Aristóteles”. Así, en la actitud del domínico De las Casas hacia los negros africanos confluyen corrientes de pensamiento contradictorias: está imbuido de la mentalidad renacentista y del espíritu de cruzada y reconquista que había inspirado la derrota de musulmanes y judíos. El triunfalismo religioso de los Reyes Católicos explica su actividad como encomendero, es decir, como colonizador que consideró al negro como algo inferior, o parte funcional de un sistema. Porque De las Casas no podía prescindir de la ideología eurocristiana, etnocentrista y excluyente en la que el no europeo, aparecía como un ser inferior.

Aunque Las Casas advirtió el peligro de la concesión de licencias, no llegó a prevenir las gravísimas implicaciones de esta medida. Con Carlos V se concedieron privilegios especiales a los flamencos, que a su vez, vendieron las licencias a los genoveses. Las Casas defendió no la esclavitud de los negros, sino el uso de los negros, ya jurídicamente esclavos, para humanizar las condiciones de los indios de la encomienda. El comercio de personas de piel negra no dependía de Castilla, sino de Europa, especialmente de los Países Bajos e Italia. En 1542, Carlos V concedió permiso a alemanes y genoveses para asentarse en las Indias, y en 1528, los Welser y Ehinger, banqueros alemanes, obtienen del Rey la capitulación que les otorga la conquista de Venezuela, así como el derecho para introducir esclavos negros en América. En realidad, la conquista material y espiritual fueron dos movimientos paralelos y complementarios de la Conquista y la Colonización. La división de las tierras entre los principes cristianos estaba justificada como instrumento de conversión de los infieles indios y negros, pues sólo para esto dio el Sumo Pontifice tierra a los principes cristianos. Todo el poder imperial, tanto de los Reyes Católicos, como el del Papa, se subordinaba a la empresa expansionista de la Cruzada.

El destino trágico de los indios dio paso a la aparición en las Américas de lo que ha sido definido, desde entonces, como la presencia negra. Leyes inexorables de evolución social, es decir, del hecho irreversible que fue la expansión europea calzada por el proyecto de la naciente sociedad capitalista, consumaron el espanto que constituyó el trasplante desde las costas de Africa occidental de millones de esclavos negros.

La fase de exportación de negros africanos desde Africa había empezado. La esclavitud en Africa existía desde la antigüedad, pero el comercio negrero atlántico era entonces una institución sin relevancia. La sociedades africanas evolucionadas recurrían a la esclavitud doméstica y algunos Estados musulmanes africanos debieron desarrollar algo de industria con mano de obra esclava. En sociedades basadas en sistemas de parentesco y linaje los esclavos podían ser utilizados en funciones que iban desde concubinas hasta víctimas para sacrificios, guerreros, administradores o trabajadores agrícolas. Su estatus no estaba claramente definido y era normal que los hijos de madre esclava y padre libre fueran asimilados como miembros libres del grupo de parentesco. Naturalmente hay excepciones. Algunos estados wolof, como el imperio de Songhay en el río Níger, utilizaron esclavos para la agricultura de exportación que abastecía a los ejércitos y a las caravanas. Las minas de oro del Sudán, así como los depósitos saharianos de sal de Teghasa y las plantaciones próximas a centros comerciales de Africa oriental, en Malindi y Mombasa al norte y la isla de Madagascar al sur, fueron explotados también recurriendo a mano de obra esclava. Estos casos, sin embargo, son excepcionales y fueron de corta duración. La inestabilidad existente en el Africa durante ese período conspiraba contra su continuidad y la norma fue la vigencia de la esclavitud doméstica, más asociada al régimen de vida patriarcal, en familia, y relativamente a salvo de los horrores de la esclavitud asociada a la producción mercantil para el mercado internacional. Sería con el advenimiento del mundo moderno que la situación cambiaría radicalmente. Hernández de Alba (1956: 22) dice: ”La esclavitud no significó únicamente tener hombres forzados a su servicio, sino mucho más; ella implicaba el extrañamiento de seres humanos de su tradicional habitat, de su cultura, de sus lenguas, de sus religiones, de su aceptada organización social y política y de sus oficios”.

Para obtener esclavos africanos, los traficantes blancos, recurrieron a toda suerte de prácticas, desde las capturas en guerras y correrías hasta el tributo en esclavos de pueblos sometidos a la esclavitud como pena judicial. Todos estos métodos se adaptarían a maravilla a las necesidades de la trata atlántica.

Los cazadores de africanos primero incendiaban la aldea para capturar a los jóvenes aptos, muriendo incinerada la mitad de la población, compuesta por niños y ancianos o enfermos y lisiados. ”Mungo Park describe lo que en viejos grabados quedó para vergüenza de esos tiempos. ‘Una vez encontró una caravana de esclavos viniendo de Sego. Eran 70 atados unos a otros por el cuello, por medio de tiras de piel de buey retorcidas en forma de cuerdas. A cada soga iban 7 custodiados por un hombre con un mosquete. Generalmente se procura impedir la fuga de los esclavos uniendo por un mismo cepo la pierna derecha de uno con la izquierda de otro. Alzando sus cadenas por medio de una cuerda pueden marchar, aunque muy lentamente. Además van atados cuatro a cuatro, por medio de una horquilla que los aprisiona el cuello. Durante la noche todavía se refuerza la seguridad por unos grilletes en las manos y otra cadena de hierro por el cuello. Con frecuencia se encuentran caravanas marchando en largas filas, compuestas por hombres agotados, enflaquecidos, exhaustos por falta de alimentación, embrutecidos por los golpes, vacilantes bajo el peso de su carga; por mujeres enfermas, con las piernas hinchadas y cubiertas de llagas repugnantes, obligadas a apoyarse en largos bastones para sostenerse en su marcha; por viejos completamente quebrantados y encorvados por la fatiga’. Pero hay algo más en estos suplicios: hay capataces o Dioulas de lanza y látigo, más crueles que demonios de dantesca visión; hay ramas espinosas para envolver el cuerpo desnudo de los remisos; hay gritos de Kang-tegi o cortadle la cabeza, refiriéndose al rendido, al que no puede más” (Mungo Park y Frey, citados por Hernández de Alba 1956: 22-23).

Finalmente y ya embarcados en los navíos negreros, se encerraba a los esclavos en la cala, en galeras, unos encima de otros. Especialmente construidos por los armadores de Liverpool, con financiación de los banqueros de Bristol, el barco tenía cuatro o cinco cubiertas, en cuyos entrepuentes se hacía la estiva del cargamento humano: ”la muerte masiva para los que no caben en el galeón del infame comercio; y hay el transporte en barcos insanos, inseguros, sobrecargados. Cuatro pisos de negros encerrados, atados con cadenas, puestos de lado de modo de que quepan, cual lo muestra un grabado de triste popularidad; doscientas noventa y dos piezas en cada puente, cuatrocientas en una goleta de 80 toneladas. Hambre, riñas, enfermedades, ahogamientos se suceden en los flotantes potros de martirio donde a veces, dice un testigo médico, ‘el entrepuente está tan lleno de sangre y de defecaciones de los disentéricos, que parece el piso de un matadero’. El galeón Intrépido cargó 343 esclavos y perdió por muertes en la travesía 208; y el bergatín Jesús María, apresado por los ingleses, traía para Cuba y entre 252 esclavos, a 97 hembras de trece a catorce años, todas violadas en el viaje[5]. Qué páginas de horror; nunca las fieras han sido tan crueles” (Hernández de Alba 1956: 24).

En la época en que la corona de España y, más adelante, la de Inglaterra, distribuían a los aventureros y a los que estaban bien situados en la corte millares de hectáreas de tierras en regiones apenas explotadas, salvajes y a menudo insalubres, se hizo necesaria la importación en masa de una mano de obra servil. En este momento tan beneficioso, los portugueses y los franceses, los ingleses y los holandeses empezaron a hacerse una enérgica competencia, que duró casi tres siglos, sin distinción de religiones ni de regímenes políticos; el clero, lo mismo que los austeros protestantes, los ciudadanos de Inglaterra y de Holanda, tan amantes de libertades cívicas, como los súbditos de las monarquías absolutas. Tres continentes se hallaban comprendidos en un negocio en el que Africa suministraba la materia prima, Europa los capitales y los medios de transporte y el Nuevo Mundo los compradores.

Estos africanos en calidad de esclavos, en muchos lugares superaron a la población blanca e indígena como fue el caso en Cuba, La Española (hoy República Dominicana y Haití). En América del Sur, la mayor concentración de negros se produjo en Perú y Brasil, integrados a la explotación de los metales y producción del azúcar.

En Colombia, la población negra estaba asentada particularmente en las costas del Océano Pacífico y del Mar Caribe y en los valles del Magdalena y del Cauca.

La lucha contra el látigo, los grilletes, el hierro de marcar, la explotación económica del sistema esclavista y la violencia racionalizada del colonizador, constituyeron la dinámica común de la mujer negra y del hombre negro durante el proceso de esclavización en Colombia.

La población femenina esclava fue utilizada en las diversas ciudades colombianas en las labores urbanas. Dentro de los mismos principios de dureza establecieron los cabildos normas de exclusión, prohibiciones y penas contra la mujer negra y el hombre negro. En las ordenanzas para el buen gobierno de Cartagena de Indias, en el siglo XVI, se ordenaba que ninguna persona compre de ellos vino. Así por ejemplo, Hernández de Alba (1956: 28) dice al respecto: “(..) Pero ni en las tavernas se podía dar vino a los negros ni a los indios, sin licencia del amo; y de otra parte las negras, quedando fuera de esa legislación debieron comenzar a hacer pequeños negocios de venta, lo cual impidió pronto la autoridad, ordenando ‘que las negras no vendan por la ciudad cosa alguna de ropa, publica ni secretamente, por ninguna vía, so pena de destierro’ (...) y más tardecito se prohibe a las mujeres de color que no sean casadas con españoles, vender vino (...)”. La contribución de las mujeres negras y mulatas a la formación social nacional y local fue esencial. Bajo estas condiciones sociales, la sociedad colombiana del siglo XVII se constituía aún más en una sociedad dual: de amos y esclavos. En la que la explotación se constituyó de manera sistemática, en trabajo forzado, característicamente ejemplificado en el trabajo doméstico de las mujeres negras y mulatas. Navarrete (1995: 38-40) dice: ”El cuidado y manufactura de la vestimenta fue otra ocupación necesaria para la sociedad en la cual participaron descendientes de africanos. Cantidad de negras y mulatas, esclavas de la provincia de Cartagena, se dedicaban a coser ropa y a lavarla como parte de los quehaceres del servicio doméstico en la casa señorial, pero había otras que en su condición de libres prestaban esos servicios a jornal para ganar el sustento(...)”.

Sin embargo, la trama de esta sociedad se entreteje y completa, con las esclavas negras o mulatas y las negras o mulatas ”libres” en torno a los señores blancos, quienes integran una pirámide social más o menos bien estructurada y distribuidora.

Dentro del marco de estas reflexiones históricas (en el siglo XVII) se impone una observación: El blanco, organiza sus sentimientos en relación a la mujer negra, sus contactos sexuales con ella aumentan. Las Leyes y las Ordenanzas excluyentes contra las negras esclavas o ”libertas” se mantienen, la situación es también válida tanto para el negro esclavo como para el ”liberto”. El nacimiento de mulatos prolífera, producto de los encuentros entre el Señor y la subordinada (la mujer negra). El carácter sicológico del blanco se describe obsesivo y ambivalente, irracional, confiriéndole a la mujer negra una forma esteriotipada, transformandola en su objeto y sujeto. El blanco a través de estas formas esteriotipadas, condiciona al sujeto negro <al esclavo negro>, anulándolo. Porque su actitud en relación a la mujer negra, engloba naturalmente actos de violencia contra el Ser del esclavo negro.

De acuerdo con el parráfo anterior, en el siglo XVIII, encontramos una actitud también frecuente en los siglos XVI y XVII. Paniagua de Díaz y Paniagua Bedoya (1993: 48-50) dicen: ”(...) Al disminuir la demanda de mano de obra esclava para la explotación de las minas, se incrementa en Cartagena el uso de las mujeres negras en las ventas callejeras y la prostitución (...)”.

Al respecto, Jaramillo Uribe (1963: 50-52) agrega: ”En el seno de esta sociedad esclavista no sólo se dieron situaciones conflictivas. También fueron frecuentes las relaciones amorosas entre señores y esclavos. La mujer negra y especialmente la mulata tuvieron un fuerte atractivo para el blanco. Como en otros países hispanoamericanos de numerosa población e influencia negra, la esclava debió ser muchas veces la iniciadora sexual de los hijos de los propietarios en la Nueva Granada. La crónica de las haciendas y casas señoriales abunda en casos de relaciones amorosas extralegales de dueños y esclavas, en escenas de rivalidad por celos, lo mismo que en manifestaciones paternales hacia los hijos habidos en uniones extramatrimoniales (...) en los testamentos era frecuente la manumisión y (...) las fórmulas usadas muchas veces en estos casos como ‘mi negra’, ‘mi negrito’, así como las palabras paternales y la preocupación por la suerte futura de los esclavos jóvenes indican que se trataba de hijos naturales de los testadores. Las familias blancas de Cartagena, Popayán, Vélez y los principales centros de esclavitud, se vieron envueltas en conflictos pasionales en razón de las relaciones amorosas entre amos y esclavas. La atracción que la negra y la mulata ejercieron sobre el blanco, fue, por otra parte, uno de los factores más activos del mestizaje en la sociedad de los siglos XVII y XVIII (...). La promesa de libertad hecha a las esclavas a cambio de sus favores amorosos era frecuente y desde luego también lo era el incumplimiento a tal promesa. En la ciudad de Honda (1797) se encuentra a la esclava Josefa Olaya dirigiéndose al Virrey para que su amo Manuel Chinchilla le otorgue la libertad que le había prometido a cambio de su entrega. El Virrey ordenó al gobernador de Mariquita que se hiciese justicia a la esclava. En Cartagena, Petrona Bernal, esclava de Julián Vivanco, solicita ser vendida a otro amo ante la promesa de su libertad y haberse éste negado a concedérsela. Alegaba, además, la esclava, que su amo la maltrataba y que igual cosa hacía su mujer, por celos. Vivanco de su parte acusaba a la esclava de desagradecida, prostituta y ladrona, pero luchó por conservarla. Declaraba la esclava que (...) su ama no la vendía para llevar adelante la intención de continuar sus impíos castigos conmigo, que la ofendí más por obediencia y respeto a su consorte, mi amo, que por propensión al vicio de la lujuria y codicia de la promesa de libertad que me hizo por más de una vez (...). El denunciado fue condenado en Cartagena y absuelto en la Real Audiencia. Casos como éstos en que la atracción se mezclaba a cierto sadismo, en que las relaciones sexuales se acompañaban de las violencias físicas, no fueron excepcionales. En juicio por sevicia que se siguió contra Andrés Ordoñez, de Ocaña, acusado de haber cortado las orejas a un mulato, su esclavo, de 22 años, el acusado declara que procedió así por haber sorprendido a su esclavo entrando al cuarto de su esposa y para salvar su honor y conseguir que se alejara de su hogar. El esclavo, por su parte, ‘declara que (...) su señora lo requería para acompañarla’ y que por tal motivo lo había hecho varias veces. El procesado fue absuelto en Santa Fe”.

La práctica de éstos contactos sexuales contribuirían de modo particular a la profundización de los prejuicios frente a la mujer negra. La posición social de las mujeres blancas no sólo fijó fronteras sociales que las negras no pudieron traspasar, sino que contribuyó poderosamente a activar la exclusión valiéndose de las diferencias raciales existentes entre la mujer negra y la mujer blanca. Todo un concepto de la estética femenina europea contribuyó a hacer desdeñable a la mujer negra.

Igualmente, negar la importancia y la presencia de la mujer negra y del hombre negro en la historia de Colombia, así como sus luchas de liberación contra el yugo esclavista y posteriormente su participación en el proceso independentista, es un fenómeno del inconsciente histórico de una sociedad que ha perdido la memoria. Una sociedad que ya no comprende ni ve la invisible visibilidad. Esta negación constituye, desde luego, un retroceso de la sociedad colombiana, a favor de la prehistoria, que intenta sublimar todas las diferencias.

De esta manera, sólo tienen que observarse más de cerca estas presentaciones de nuestros ilustrados del siglo XIX para seguir el rastro de los secretos de sus fabricaciones. Pero antes de seguir adelante, bien vale la pena que nos preguntemos ¿quiénes eran estos ilustrados? Qué es un ilustrado? Un ilustrado en el siglo XIX colombiano? Es aquel que puede ser el agente del saber. ¿A quién ilustra el ilustrado y quién es el ilustrado colombiano? En efecto, lo deplorable de la razón en el ilustrado de piel clara es que él va acompañado de una propagación del saber, de tal manera que él podía realizar totalmente una doble función: gobernar e ilustrar a todos sus compatriotas y al mismo tiempo distanciarse no sólo socialmente, sino étnicamente de ellos. En sentido metafórico esto sería así: por el día el ilustre ilustrado es ilustrador; por la noche es él ilustrado por los ilustrados occidentales a través de los textos del momento; el ilustrado también es de profesión político y administrador del Estado, él, oficialmente representante de todo el pueblo, subjetivamente sensiblero; él, que hacia afuera se rige por el principio de la objetividad, hacia dentro, privadamente: es un sujeto racialmente sectario; él, gubernamentalmente agente del capital de Estado y démocrata, intencionalmente es agente de los intereses de los poderosos privados; él, que con relación al sistema es funcionario de la cosificación, con referencia al mundo de su clase social es autor-realizador; él, que objetivamente dirige los destinos del país por el camino del progreso y de la paz social, subjetivamente se distancia él de los que no pertenecen a su clase social o al color de su piel; él con esta actitud desencadena tragedias humanas, para sí mismo es la inocuidad misma. En los esquizoides todo es posible: Razón, Sinrazón y Reacción ya no son muy diferentes. En los ilustrados -en este mundo de seres inteligentes e instintivos padres de la patria y constructores del pensamiento mayor colombiano- la razón dice no a las decisiones sin sentido de la cabeza y la cabeza dice no a la forma y manera cómo la razón obtiene su confortable autodecisión. Esta mezcla era en el siglo XIX así como en el siglo XX: nuestro status quo moral. Cómo aún lo sigue siendo también en nuestro siglo XXI: la neurosis intelectual colombiana concibe la moral como una meta y el esfuerzo racional como un camino contra ella. Por ello, el discreto saber de las cabezas dominantes pretende ponerse unos límites discretos: conozco el ritmo, conozco el discurso. Conozco también a los autores científico-sociales. Sé que en secreto intrigan, denigran, dividen y beben aguardiente hasta emborracharse y en público predican la paz, la igualdad humana, las buenas costumbres y hasta la moral.

Pues, así, el hilo conductor de la razón ilustrada colombiana se convirtió en un poderoso nudo. Por ejemplo, Miguel Antonio Caro, presidente que había sido de la república de Colombia, gran humanista, gran político, gran tribuno, y gran pensador, afirmaba que: “El año de 1810 no establece una línea divisoria entre nuestros abuelos y nosotros; porque la emancipación política no supone que se improvisase una nueva civilización; las civilizaciones no se improvisan. Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de esto hemos creado; todo lo hemos recibido habiéndonos venido de generación en generación, y de mano en mano, por decirlo así, desde la época de la Conquista y del propio modo pasará a nuestros hijos y nietos como precioso depósito y rico patrimonio de razas civilizadas. Nuestra Independencia -agrega allí mismo- viene de 1810, pero nuestra patria viene de siglos atrás. Nuestra historia desde la Conquista hasta nuestros días es la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización’. Todo lo que América posee —precisa Jaramillo Uribe— lo debe a España, porque para Caro lo indígena no parece tener significación en la historia espiritual de las nuevas naciones: ‘Cultura religiosa y civilización material, eso fue lo que establecieron los conquistadores, lo que nos legaron nuestros padres, lo que constituye nuestra herencia nacional, que pudo ser conmovida, pero no destruída, por revoluciones políticas que no fueron una trasformación social” (Caro citado por Jaramillo Uribe 1974: 82).

Así pues, ¿tenía alguna posibilidad la razón en la razón ilustrada que no se acordaba de los derechos de felicidad de los indios, de los negros y de sus descendientes híbridos? ¿Estaba vivo realmente el impulso, el verdaderamente ilustrado en Miguel Antonio Caro? ¿Podían los verdaderos principios de la Ilustración corporizarse en nuestra sombría modernidad, es decir, a través del pensamiento ilustrado del Presidente Caro? ¿Batió Miguel Antonio Caro de una vez por todas la luz de la Razón y del sueño de la Moral?

Una respuesta razonable a los interrogantes arriba enunciados es que el objetivo mismo de Miguel Antonio Caro de representar a todos los miembros de una sociedad multirracial como la colombiana o de respetar las diferencias culturales a través de las instituciones públicas, estuvo por él mal orientado. Esta cuestión tocaba el sentimiento vital de la Nación. Así, el pensamiento [de Caro], según se observa, atravesaba una crisis en su más íntima psicología. Quiza el clímax de aquellas corrientes filosóficas occidentales del cuál estaba nutrido su pensamiento, debieron sentirse de una manera más aguda en Colombia, en el país que apenas se vestía de República y en el que su pensamiento político decía de la manera más minuciosa cómo se sentía el vivir entre restos de catástrofes coloniales. En el pensamiento ilustrado de Caro, en su sentido vital, la modernidad que pudo significar mucho para él, pierde la diferencia entre crisis y estabilidad. Ya no aparecen más ni vivencias positivas de la situación, ni el sentimiento de que la existencia en la sociedad colombiana, cuyos destinos políticos que él dirigía, pudieran llegar a alcanzar un horizonte imprevisiblemente amplio y sólido sin que se agotara. Un sentimiento de lo provisional, de lo especulativo, a lo sumo del plazo medio presiden todas sus estrategias públicas. Incluso su pesimismo constitucional empezó a citar la “superioridad” racial de los españoles, en la esperanza de que plantaran en algún lugar del Caribe colombiano un pequeño árbol platanáceo aunque supiera que mañana pudiera venir el fin del mundo.

En este sentido Jorge Guaneme Pinilla (1997: 130) en Hijos de la Chingada. El Complejo de hibridismo latinoamericano, dice: “Miguel Antonio Caro, por ejemplo decía: ‘Nosotros no nos acomodamos a las instituciones democráticas porque son en política lo que el protestantismo en religión: algo demasiado frío, deslustrado e impropio en suma, para nuestros vivos y magnánimos sentimientos’. No en vano -dice Guaneme Pinilla- la Constitución de 1886 no reconocía la pluralidad étnica, religiosa ni política”. Así pues, la autoinhibición de Caro supo buscarse otros caminos y captar alianzas en una situación de dos frentes; por una parte, se esforzó en resistir la presencia de la pluralidad étnica, que debió ser para él como constitucionalista experimentado, la espina dorsal de la Nación, por otra parte, ése radicalismo de puertas abiertas para los norteamericanos y ingleses, que posiblemente habrían intentado abrir otros caminos y renunciar a la cooperación. En semejante situación intermedia hubiese sido muy grande para Miguel Antonio Caro la tentación de haber podido defender su identidad a través de un moralismo forzado. Pero con el moralismo, Caro se entregó tanto más a un sentimiento de gravedad, depresivo. La escenificación de su conciencia ilustrada estuvo habitada por agresivos y depresivos epitafios contra “la raza inferior”: los indios y los negros; epitafios que por tratarse de una conciencia ilustrada y vigorosa, eran a la vez muy problemáticos, pues su eje predominante era el movimiento existencial No. Por éste lado de los ilustrados colombianos del siglo XX, fue poco lo que se hizo, como para haber podido corregir, este curso vital falso del ilustrado Caro.

Identidad escamoteada

La desaparición del trabajo esclavo” no determinó la inserción automática de la masa de mujeres y hombres negros a la trilogía: “libertad, igualdad, fraternidad”; como al indio, a la población afrocolombiana se le impidió el derecho de ejercer el producto de su inteligencia, obligándole a moverse en lugares marginales, y sólo dejan de ser invisibles por ejemplo, cuando su música de poderío esplendoroso y único, penetra la intimidad de la sociedad negadora de su ser socio-histórico. El drama de la mujer negra y del hombre negro hoy día en la sociedad colombiana no es la lucha por hacerse un sitio como inmigrantes —migración forzada—, sino la lucha por lograr el reconocimiento social e histórico dentro de una sociedad que los hace un ser invisible. Es el dilema de la identidad inencontrable; una trampa derivada del pasado colonial que significó el fin de la historia de los descendientes de esclavos africanos y el reemplazo de su historia por múltiples historias. De esta manera la reunión y asociación intercultural en la sociedad multicultural colombiana se convierten para ello en fracasos personales.

En relación con lo anteriormente expuesto, podríamos decir, que el deseo de reconocimiento[6] puede parecer, de entrada un concepto poco familiar, pero es tan antiguo como la identidad, y constituye una parte muy familiar de la personalidad humana. Lo describe primero Platón en La República (1968), cuando señala que hay tres partes en el alma: una parte que desea, una parte que razona y una parte a la que llama thymos - ánimo o coraje-. Gran parte de la conducta humana puede explicarse por una combinación de deseo y razón: el deseo induce al hombre a buscar cosas exteriores a él, mientras que la razón o el cálculo le muestra la mejor manera de alcanzarlas. Pero, además, los seres humanos buscan el reconocimiento de su propia valía; esto es lo que en lenguaje simple llamaríamos autoestima, o respeto de sí mismo. La inclinación a buscar esta autoestima surge de la parte del alma llamada Thymos. Es como un innato sentido humano de justicia. Uno cree que tiene cierta valía, y cuando le tratan como si valiera menos de lo que cree, experimenta la emoción de la ira. En cambio, cuando uno no consigue comportarse de acuerdo con su sentido del propio valor, siente vergüenza, y cuando a uno se le valora de acuerdo con su sentido del propio valor, siente orgullo. El deseo de reconocimiento y las correspondientes emociones de ira, vergüenza y orgullo constituyen partes de la personalidad humana críticas para la vida política. Según Hegel, son ellas las que motivan todo el proceso histórico.

El deseo de reconocimiento surgido de la autoestima es un fenómeno profundamente paradójico, porque es la sede psicológica de la justicia y la generosidad al mismo tiempo que está estrechamente relacionado con el egoísmo. El Yo de autoestima pide reconocimiento de su propio sentido de valor de las cosas, tanto de él como de otros. El deseo de reconocimiento sigue siendo una forma de afirmación de sí mismo, una proyección de los propios valores al mundo exterior, y da lugar a sentimientos de ira cuando otras personas no reconocen estos valores. Por ejemplo, el no reconocimiento del sujeto negro en la sociedad por cuenta de la élite dominante blanca cartagenera y colombiana, produjo la justa ira del activista estadounidense Michel Franklin (citado por Tom Quinn en Colombia racista, 1995). La indignación sentida por Michel Franklin, es desde luego, una manifestación del Thymos o de la autoestima. La indignación, en este caso, surge del hecho de que a la víctima del no reconocimiento no se la trata de acuerdo con el valor que la persona indignada considera que tiene como ser humano, o sea, de que a la víctima del no reconocimiento no se la reconoce. No hay garantía de que el sentido de justicia del Yo de autoestima, del activista estadounidense corresponderá al de otras personas no negras. Pero lo que es justo para el activista estadounidense, por ejemplo, es completamente igual para el negro colombiano que lucha por la dignidad de la comunidad negra colombiana.

Abundan los ejemplos del deseo de reconocimiento del sujeto negro que opera en la sociedad cartagenera y nacional. Así, la indignidad de la exclusión racial del sujeto negro en la Cartagena de Indias moderna descansa sólo en parte de la privación física causada por la pobreza entre los negros; gran parte del dolor que causa se debe al hecho de que a los ojos de muchos blancos de la élite dominante cartagenera, una negra o un negro son, seres invisibles, a los que no se les odia activamente, pero a los que no se les ve como a seres humanos dignos de dirigir los destinos políticos de la ciudad o del país desde el puesto número uno. La pobreza del negro no hace más que agravar la ”invisibilidad”. Los programas de prácticamente todos los movimientos políticos y culturales negros en Colombia, aunque tienen algunos elementos económicos, constituyen esencialmente combates de autoestima por el reconocimiento entre concepciones opuestas de la justicia y la dignidad humana.

Incluso en Cartagena de Indias y en Colombia es posible ver el comienzo de ideologías liberales entre los negros, como resultado de diferentes actitudes culturales respecto a la actividad económica. En la época de surgimiento del Movimiento Nacional Cimarrón y otros movimientos negros, la mayoría de los negros colombianos aspiraban a una completa integración en la sociedad blanca y mestiza, lo que implicaba una aceptación plena de los valores culturales dominantes en la sociedad cartagenera y nacional. Se consideraba que el problema para los negros colombianos no se refería a los valores mismos, sino a la disposición de la sociedad blanca dominante a reconocer la dignidad de los negros que aceptaban esos valores. A despecho de la nueva Constitución Política de Colombia, en los años noventa, y a la ejecución de la Ley 70 para las comunidades negras colombianas que daban preferencia a las minorías étnicas (negros y indios) al usufructo de tierras y a la defensa de su cultura, un sector de la población negra colombiana no miró con buenos ojos esta iniciativa. Un resultado político de esta persistente actitud es la afirmación, que hoy se escucha con frecuencia, de que el sistema educativo y el reparto de empleo, aún son medidas tradicionales, que no representan valores universales, sino valores blancos de la cultura dominante. En vez de buscar la integración en una sociedad que tenga en cuenta, las culturas distintas (india y negra), con su propia historia, sus tradiciones y valores, igual que la cultura de la sociedad blanca dominante, el deseo de reconocimiento para muchos negros colombianos de su dignidad humana diferenciada es la insistencia de una política de dignidad como el principal camino para la ascención social.

La desigualdad social de la mujer negra

En cuanto a la igualdad, los debates filosóficos y sociales son interminables. Pero debemos distinguir con alguna confianza varios tipos de igualdad. Existen tremendos desacuerdos respecto de cuáles áreas deben ser similares, para que las personas o grupos sean iguales. Estas áreas incluyen: número de personas, cantidad de poder, estatus, intereses y capacidades. Es absolutamente claro que los grupos minoritarios no van a transformarse en iguales en números en cualquier tiempo presente. Ni tampoco es probable que vayan a hacerse iguales en cuanto a intereses, dados los variados antecedentes culturales. Pero ninguna de esas desigualdades es patológica. La diversidad de tamaño e interés pueden ser procesos constructivos de diferenciación. La desigualdad en cuanto a poder, valor, estatus y capacidad es un proceso verdaderamente destructivo, tanto para la clase dominante blanca en Colombia que surge de los efectos hereditarios coloniales como para unos de los grupos minoritarios, la comunidad negra colombiana que alberga este trastorno y sus efectos laterales. Decirle a un determinado sector pobre que vive a un paso de un sector de piel blanca y económicamente rica, que acepte el principio que porque tienen la piel oscura hay otras cosas que ellos no pueden poseer, es estructurar una ecuación que no acepta el sentido comun en el mundo social moderno.

¿Esto es todo?

Las situaciones socioeconómicas y políticas de explotación en las que la mujer negra vive en la sociedad colombiana la han moldeado como ser social desigual en el marco de una sociedad pretendidamente homogénea. En la sociedad individualista los recursos se distribuyen de modo desigual, no sólo los materiales sino también los que apuntan a los prestigios sociales. La pertenencia de clase o de grupo étnico posibilitan o rechazan el acceso del hombre o de la mujer a los puestos de privilegios dentro de la estructura de poder y si bien es cierto que un porcentaje mínimo de mujeres negras han vencido su condición de inferioridad social, esto no determina que la afrocolombiana esté socialmente realizada, mucho menos en el plano de la conciencia.

La afrocolombiana se ve confrontada con un dilema como consecuencia de la pérdida del contacto con su historia y su sociedad de origen en el proceso de aculturación: todas sus características físicas son propias del Africa negra. Pero ella no es africana. Y no obstante haber nacido en Colombia, recibe un trato social ambivalente por parte de la sociedad déspota. Dicha segregación cotidiana la traduce muy bien Clemencia Medina (1990: 25) cuando dice: “En Buenaventura, un municipio de un significativo número de habitantes negros, apareció un aviso de una empresa transportadora que decía: ‘solicitamos mujeres para el servicio ruana azul, preferiblemente de tez blanca”.

Una definición ideal-tipo de la sociedad colombiana inducida por el proceso del prejuicio racial la encontramos en la siguiente cita: “Siempre insisto en que ser negro no es nada fácil, hay muchas puertas cerradas. Me tocó aprender de nuevo a ser negra porque cuando me fui de aquí, yo no tenía problema pues ya no era un veto serlo. No soy resentida. Sin embargo, en la embajada[7], Colombia me hizo repasar lo del color de una forma muy violenta. Ningún negro me ha coqueteado en la vida (...), los negros que se autosegregan me rechazan. Recuerdo que cuando llevé un amigo negro a mi casa, mi mamá adoptiva[8], que era racista, me dijo: ‘¿por qué usted no se relaciona mejorcito?’ Ella me echaba griffin en el cuerpo para blanquear la piel. Yo sufría por mis amigas, de las pocas que tuve en Medellín, por ejemplo, una me llevó a un club, me sacaron de la piscina y la regañaron” (Teresa Gómez citada por Poly Mártinez 1987: 17).

Como hasta ahora lo hemos visto a lo largo de éste artículo, la persona ilustrada «de piel blanca o clara» porta en sí misma el principio oscurecedor de la distorsión con respecto al ser humano de piel negra y allí donde su Yo aparece no puede lucir lo que se había prometido a través de las ilustraciónes: la luz de la razón.

Así las cosas, por lo que respecta a Gabriel García Márquez, él, es el verdadero intelectual (ilustrado) angustiado y preocupado por el Otro « ser» y en cuanto tal con respecto al ser humano de piel negra no es fácil clasificarlo. ¿Se identifica él con la mujer de piel negra? ¿O habría sido él sólo un popularizador de las costumbres africanas del Caribe colombiano en sus obras maestras? Todas estas etiquetas tal vez difícilmente le encajan. Por eso, hacer uso de la presencia del ser humano de piel negra de un modo tan secundario, cuando parodiarlo; significa poder encontrar una respuesta definitiva a su exclusión, más que incubar cuestiones hasta ahora indisolublemente profundas. Sus referencias sacan a la luz del día los lados ridículos y dudosos de la mujer de piel negra. Su inteligencia con respecto a la mujer de piel negra es fluctuante, juguetona, satírica, no está orientada a seguras fundamentaciones y principios últimos. Parecería pues, según García Márquez, en cuanto a la mujer de piel negra, que el modo de comprobar cuánto de mentira hay sobre ese ser es reducirla al rídiculo y ver cuánta broma aguanta. Lo que no aguanta la sátira es falso y parodiar con la mujer de piel negra significa realizar con ella el experimento de los experimentos racionales. Si es como dicen, los verdaderos humanistas, la verdad es concreta, entonces el decir la verdad sobre el ser humano de piel negra debería adoptar también formas concretas, lo que significaría para García Márquez, por una parte, materialización, por otra, desmontaje del papel secundario del ser humano de piel negra en sus escritos. Consiguientemente, Faneth S. de Grisolles y Juan R. Grisolles (1987: 187) dicen: “La obra de García Márquez, en una semblanza general, no se puede tachar de influencias racistas, por cuanto él elude sistemáticamente la definición del color de la piel y más aún, los rasgos fenotípicos, amparándose en las metáforas cuando se ve obligado a hacerlo, sin embargo, en Cien Años de Soledad, que es un libro que se mueve en un espacio cuyo escenario es una zona del Caribe, sólo se menciona tres veces a personajes negros: en la primera, usando el apelativo de ‘mulata adolescente, con sus teticas de perra’; en la segunda vez, se refiere a un grupo de negros antillanos, que simplemente cantan y bailan sus melancólicos himnos y en la tercera vez, diseña el personaje más acabado de las minorías en la obra: Nigromanta, que es una negra exquisita y diestra en los oficios del amor; como se lee en el libro, las dos mujeres son prostitutas, una obligada y la otra espontáneamente, es decir, que en los tres casos se vale de los estereotipos que los racistas han diseñado para el negro (...)”.

Así, los pensadores prominentes hacen pasar ante su vista el drama cósmico —la visión del orden social— y esbozan visiones que, por supuesto, también incluyen lo negativo y el dolor, elementos éstos que sin embargo a ellos no les afectan. Sólo aquel que pasa muchas cosas por alto es el que obtiene una perspectiva. Es siempre el dolor de los Otros el que recauda las grandes miradas de la teoría sobre el cosmos. Según el uso racional, el que sufre debe también gritar. Nosotros —dicen algunos intelectuales negros y mulatos colombianos, no necesitamos observar nuestra vida a vista de pájaro ni con los ojos de dioses desinteresados en otra estrella—. La racionalidad de García Márquez siempre habla de tal manera sobre el ser humano de piel negra en sus obras, se puede reconocer: aquí hay un ser humano de piel negra que no está dentro de su piel y tiene intención de abandonarla.

Ahora bien ¿qué decir todavía aún sobre este aluvión moderno respecto al ser humano de piel negra? En este sentido, Guillermo Valero (1998: 5) en Familia denuncia racismo en Colegio Americano. Grafito termina en expulsión de colegiala, dice: “A Francy Paola Gladd Murillo, una niña de color, nunca se le ocurrió que la frase ‘Compañeros, el fin justifica los medios’, con la que quiso darle la bienvenida y trataba de impresionar a su nuevo profesor de filosofía se le constituyera en el principio de un infierno que hoy la tiene sin poder graduarse como bachiller del Colegio Americano de Barranquilla (...). Eucaris Murillo, la madre de Francy, aseguro ayer que el profesor de filosofía, Samuel Escalante, le dijo en tono cortante ‘Esa es una frase de Maquiavelo’, pero ella no entendió sus palabras. Desde ese momento, según ella, comenzó la más ardua persecución contra la estudiante, quién se ganó el rótulo de ‘líder negativa’ (...). ‘Comenzaron a citarme al colegio por todo —dice Eucaris Murillo—. Si la niña se hacía un moño en los cabellos la obligaban a desbaratárselo, pero no me daba cuenta de que lo estaba en marcha era una persecución contra Francy’ (...). En abril pasado, pocos días antes del Día de la Madre, los profesores le encargaron que organizara un evento para recoger fondos. Así lo hizo. En mayo, Francy preparó unos dulces de ciruelas y hasta delantal se puso para venderlas. Llegó el segundo dardo del profesor: ‘ahora sí encontró usted su verdadera vocación, porque las negras pobres de Barranquilla se dedican a vender dulces, dijo el profesor de filosofía’ (...). Las directivas de la institución aseguraron (...) que la expulsión de Francy no obedeció ni al grafito ni al hecho de ser de color, sino a un segumiento disciplinario (...)”.

Pues, se habrá notado que en la anterior cita la serie de cinismos cardinales es al mismo tiempo una lista de elementales temas “ satíricos” y de los géneros más crueles de “ chiste” contra la dignidad humana del ser humano de piel negra. Ahí se representan los principales campos de batalla de sublimaciones y degradaciones, de idealizaciones y realistas desilusiones. Aquí tienen la blasfemia y el insulto, la ironía y la burla sus mayores campos de juego en la razón intelectual excluyente. Las más “frívolas” desinhibiciones del liberalismo filosófico tienen aquí todavía un sentido regulativo malafamado. He aquí, la institución académica con sus tensiones entre ética irregular y realismo caribeño cobarde, entre superiores y subordinados, es ella, igualmente inagotable generadora de exclusiones, lo mismo que la razón política ilustrada, con sus ideologías, acciones estatales, sus grandes palabras y sus pequeños, constituyen ambas fuentes —la institución académica y la razón ilustrada— un campo infinito de degradaciones y parodias contra el ser humano de piel negra. Y finalmente, el campo de la filosofía representado en este caso por el profesor de secundaria, penetrado por las tensiones entre inteligencia y estupidez, humor y sentido burgés, razón ilustrada y locura, ciencia y absurdo. Todos estos razonamientos cardinales funcionan no sólo en la razón ilustrada individual, sino también en la conciencia colectiva en el espacio del Caribe colombiano como sistema de drenaje —desregulando y desequilibrando—, como un micro-amoralismo regulativo, generalmente aceptado por la conciencia colectiva, que “sabiamente” parte de que es “sano” burlarse de aquello que supera nuestra capacidad de comprensión; por eso precisamente, el ser que todavía lucha contra lo indigno y la injusticia venga de donde viniere, no permite la ofensa contra el ser —ni en la propia casa—. Sólo allí donde la ofensa se dirige contra el ser y la propia conciencia ilustrada se descarrila desde su altura e inclusive demasiado inclemente, contra sí misma, surge una enemistad tal entre los seres humanos que no aporta una sonrisa jovial, sino un sabor amargo de una conciencia ilustrada que ha dejado de combatir por sí misma.

Finalmente, ya para concluir, podríamos decir, que la desigualdad social cada vez más acentuada en Colombia, abarca y define el horizonte de toda la población pobre y de la “clase media”. Cabe recordar sin embargo, que la desigualdad social de la afrocolombiana (además de sus historias múltiples: colonialismo, esclavitud, machismo) es patriarcal y vincula indisolublemente el honor del hombre al comportamiento social y sexual de la mujer.

Hoy día los vínculos de la mujer y el hombre adoptan un nuevo sentido en la medida en que el papel del hombre deja de definirse esencialmente por su participación instrumental —económica— y el de la mujer por su participación afectiva —el cuidado de los niños—; pero además, en el caso de la afrocolombiana, ella tiene que enfrentar no sólo la desigualdad social sino también los prejuicios raciales.

La mujer negra o el hombre negro que siente que su propia identidad en la sociedad colombiana es un estorbo, no ya para ser reconocido, sino incluso para sobrevivir la renuncia a esa identidad, ha de esperar, hasta que la exigencia por su reconocimiento en la sociedad, es decir, la integracion de su cultura específica, le permita volver a recuperarla.

Conseguirla es, por supuesto, tener acceso y presencia a todo lo que signifique poder tener una vida productiva propia. Acceso y presencia al lugar más alto de la vida pública. Pero significa, también, luchar para que las injusticias en la sociedad local y nacional cambien a fin de que el respeto mutuo entre todos los colombianos y las condiciones fundamentales de la autoestima sean una realidad. Así, pues, quienes no logran triunfar en sus vidas por la virtud y el honor se quedan frustrados de modo más sutil, porque obtienen el reconocimiento de los perdedores, y tal reconocimiento, por hipótesis, no es realmente valioso, pues los perdedores no son objetos libres que puedan sostenerse a sí mismos y estén al mismo nivel de los vencedores. La lucha por el reconocimiento en Colombia de las mujeres negras y mulatas, sólo puede encontrar una solución satisfactoria, y ésta consiste en el régimen del reconocimiento recíproco entre iguales. Es decir, cuando este régimen en una sociedad desprovista e informada sobre el prejuicio racial y la exclusión racial encuentra una densa unidad de propósito común, compatible en que el Yo es Nosotros y Nosostros el Yo. El tratamiento igual no depende sólo de ordenamientos legales (la expedición de la Ley 70): depende de la voluntad personal de todos los actores de ver en la Otra o en el Otro un semejante. También el reconocimiento del Otro se resiente cuando, reconocidas jurídicamente las diferencias culturales de la comunidad negra, se mantiene el no reconocimiento y la exclusión racial cotidiana -en el lenguaje, en la vida pública, en los medios de comunicación, en las relaciones interpersonales entre negros, mulatos, mestizos y blancos- que no es menos degradante para el individuo que la padece y perversa para quien la patrocina.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

Aristóteles (1977): Tratado de lógica. México: Porrúa.
— (1982): Política. Madrid: Porrúa.
Castaño, B. E. (1993): A la búsqueda de las mujeres negras esclavas en la historia de Colombia. En: Ulloa, A. (Comp.): Contribución africana a la cultura de las Américas. ´Bogotá: Proyecto Biopacífico / Inst. Colombiano de Cultura.
Diop, Ch. A. (1957): Civilisation africaine. En: Horizons, la revue de la paix. (Présence Africaine): Paris.
Díaz de Paniagua, R. A. y Paniagua Bedoya, R. (1993): Gesetmaní - Historia, patrimonio y bienestar social en Cartagena. Cartagena: Coreducar.
Dubinovsky, A. (1986): El Tráfico de esclavos en Chile en el siglo XVIII. En: Cuadernos Hispanoamericanos 453 (Madrid): 111-160.
Genovese, E. (1971): Esclavitud y capitalismo. Barcelona: Ariel.
Grisalles, F. S. de y Grisalles, J. R. (1987): Literatura infantil y racismo. En: La Participación del negro en las formación de las sociedades latinoamericanas. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura: 173-184.
Guaneme Pinilla, J. (1993): Hijos de la Chingada. El complejo de híbridismo latinoamericano. En: Universitas Humanística, núm. 37. Bogotá: 127-130.
Hegel, F. (1973): Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica.
— (1968): Ciencia de la lógica. Buenos Aires: La Hachette.
Hernández de Alba, G. (1956): Libertad de los esclavos en Colombia. Bogotá: Editorial A B C.
Jaime Jaramillo Uribe (1963): Esclavos y señores en la sociedad colombiana del siglo XVIII. En: Anuario colombiano de historia social y de la cultura (Bogotá): 3-62.
—(1964): El pensamiento colombiano en el siglo XIX. Bogotá: Editorial Temis.
Las Casas, B. de (1967): Historias de las Indias (1527-1561). México: Agustín Millares Carlo.
Lemaitre (1983): Historia general de Cartagena (Tomo I-II). Bogotá: Banco de la República.
Martínez, P. (1987): Otra tarde con Teresa. En: Magazin Dominical: 14-18.
Medina, C. (1990): Racismo: un problema que existe en Colombia. La desigualdad, un rostro negro. En: El Tiempo (Bogotá): 15 de abril.
Mena, Z. (1993): La mujer negra del pacífico de reproductora de esclavos a matrona. En: Ulloa, A. (Coord.): Contribución africana a la cultura de las Américas. Bogotá: Proyecto Biopacífico / Inst. Colombiano de Cultura: 83-94.
Navarrete, M. C. (1995): Cotidianidad y cultura material de los negros de Cartagena en el siglo XVII. En: América Negra 7 (Bogotá: Pontificia Univ. Javeriana): 65-79.
Platón (1968): La república. Madrid: Inst. de Estudios Políticos.
Quinn, T. (1995): Colombia racista. Los negros son responsables por el racismo que los colombianos practican casi sin darse cuenta. En: El Tiempo. Bogotá: 25 de febrero.
(1995): Segundo Aniversario de la Ley 70 de 1993 ”Derechos a las Comunidades Negras”. Seminario de la Identidad Afrocolombiana. Dirección de Asuntos para las Comunidades Negras del Ministerio del Interior. Bogotá.
Valero, G. (1998): Familia denuncia racismo en Colegio Americano: Grafito termina en expulsión de colegiala. En: El Espectador (jueves 3 de diciembre). Bogotá.
Vila Villar, E. (1979): Extranjeros en Cartagena (1593-1630). En: Jahrbuch für Geschichte 16 (Köln): 146-177.


[1]El autor está especializado en relaciones interculturales, en socialización y es también investigador del racismo. Es graduado en sociología en la Universidad Libre de Berlín, con estudios complementarios en ciencia política, psicología (psicopatología étnica) y ciencia de la educación. Es doctor en sociología por la misma Universidad. Como también tiene un trabajo de investigación planeado para una Habilitation, cuyo título es: “Reconstrucción crítica de la razón ilustrada estatal-global: la teoría racista y el ser de piel negra en Colombia”. El presente ensayo es el resumen de una ponencia presentada por el autor en la ciudad de Bonn, Alemania, en el seminario: “Colombia: 500 años de Violencia y Esperanza”. El autor nació en Cartagena de Indias y reside en la ciudad de Berlín..

[2]Para un dato más amplio sobre los judíos-europeos y el comercio de seres humanos de piel negra, véase Enriqueta Vila Villar (1979): Extranjeros en Cartagena (1593-1630). En: Jahrbuch für Geschichte 16 (Köln): 146-177.

[3]Para tal efecto, véase Wole Soyinka (2001): Die Last Des Erinnerns: Was Europa Afrika schuldet – und was Afrika sich selbst schuldet (La carga del recuerdo: Lo que Europa aún le adeuda a Africa – y lo que Africa se adeuda a sí misma). Düsseldorf: Patmos Verlag.

[4]Para la esclavitud griega en general, véase Moses I. Finley, Les Anciens Grecs, París, Masperó, 1977.

[5]Lo subrayado corresponde al autor del presente trabajo (A. R. B).

[6]Para tal efecto, véase Arturo Rodríguez Bobb, Exclusión e integración del sujeto negro en Cartagena de Indias en perspectiva histórica (tesis doctoral presentada en 1997, próxima a aparecer en forma de monografía).

[7]Teresa Gómez es destacada pianista colombiana y fue agregada cultural por Colombia bajo el gobierno conservador de Belisario Batancur en el período de 1984-1987 (en la Alemania ex-socialista).

[8](La mamá era blanca).

Biografia de Arturo Rodríguez Bobb

E-mail Arturo Rodríguez Bobb